El debate es viejo, en la Antigüedad ya se planteó y, pasando por diferentes argumentos y periodos, ha llegado a la actualidad, donde ha adquirido ... nuevos tintes al calor de los acontecimientos de los que venimos siendo testigos en los últimos años y, sobre todo, en los últimos meses. Me refiero a cuál es el papel de las emociones en política.
Pongamos un ejemplo, el Brexit. Entonces abundaron los artículos que decían que este proceso había estado plagado de emociones, que no se había atendido a los razonamientos y a los datos, y que el voto emocional había sido clave para que una parte de los electores decidiera poner fin a su pertenencia a la Unión Europea. Pongamos otro ejemplo, los movimientos populistas y antidemocráticos que proliferan en Europa. Se dice que su discurso no se basa en planteamientos razonables sino en una efectiva apelación a las emociones (miedo al mundo cambiante, odio a lo diferente, exaltación exacerbada del sentimiento nacional), amplificadas hasta el infinito a través de las redes sociales, que suelen manejar con maestría. Considerar ambos fenómenos como meros productos de impulsos emocionales, y asociar estas emociones a la irracionalidad, puede dejarnos con un análisis pobre y reducido, que nos imposibilita comprender tanto las causas de su génesis como el inusitado éxito que están teniendo.
Parte del planteamiento se origina en que las emociones se consideran opuestas a la razón, pulsiones irracionales que nublan la capacidad de toma de decisiones y resultan fatídicas en la praxis política. Aunque esta visión es muy antigua, la idea que hoy tenemos de la razón y la emoción y su relación con la política hunde sus raíces en la definición que de ambos conceptos hizo la Ilustración y el liberalismo, que los entendieron como opuestos e incompatibles; la primera beneficiosa para la política y la segunda, nefasta. Esta interpretación duró hasta los años 70-80 del pasado siglo, y el auge de los totalitarismos de los años 30 no hizo más que reforzarla. Entonces se entendió que la racionalidad gobernaba las democracias liberales mientras que los totalitarismos se regían por las emociones. Pero este análisis dicotómico no era completo, y se planteó la necesidad de un análisis social y político más exhaustivo y holístico.
Poco a poco la emoción pasó a ser definida no ya como algo natural, intrínseco e incontrolable sino como algo culturalmente construido y, por tanto, manejable. Además, los avances en neurociencia demostraron que la emoción y la razón se complementan, que las emociones tienen sus propias funciones en el sistema de razonamiento humano y en todas las decisiones individuales y, por extensión, colectivas. También están relacionadas con los juicios de valor y se orientan hacia determinados objetos (personas, colectividades, programas políticos): se pueden tener emociones negativas hacia un determinado colectivo social, por ejemplo, los inmigrantes pobres, pero no hacia otro, los inmigrantes adinerados. No estamos ante pulsiones incontrolables, la gestión emocional no solo es posible, es un elemento central de las estructuras sociales, políticas y del propio poder.
Podemos analizar el comportamiento de un carcelero nazi contra los prisioneros no como un acto irracional o bárbaro, sino como un producto cultural en el que un discurso del odio y del miedo han ido moldeando su razonamiento y ética. Es decir, estamos ante un comportamiento tan racional como emocional. Otro caso, la democracia alemana inaugurada tras la Segunda Guerra Mundial no solo se construyó sobre planteamientos racionales, también hubo intensas emociones que participaron en el proceso, sobre todo el miedo al totalitarismo. Todo esto ha llevado a una redefinición en el estudio de lo social, lo político y la propia historia.
En resumen, un comportamiento emocional no significa un comportamiento irracional, de la misma manera que un comportamiento racional no está exento de emociones. Ambas se interrelacionan en los individuos y en las colectividades. Hemos de desterrar la idea de que el funcionamiento de las democracias está exento de emociones pues, como sostiene la filósofa Martha Nussbaum, las emociones no solo no se pueden marginar de la comprensión de los sistemas democráticos, sino que son esenciales para el buen funcionamiento de los mismos.
El mismo análisis habría de aplicarse a los regímenes totalitarios, que no se rigen por pulsiones irracionales, sino que tienen su propio programa y razonamiento. Así, entender a los asaltantes al Capitolio de EE UU en 2019 o los votantes que abrazan ideologías antidemocráticas como hordas irracionales es analizar de un modo simple y pobre estos procesos. Y esa simpleza no solo no nos permite leer y comprender bien estos fenómenos, sino, sobre todo, nos impide combatirlos.
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